Raquel Cané - Este es mi mundo

Si naciste linda, mejor que no se note
la belleza es algo dado, y en lo dado no hay mérito
bajate el ruedo de la pollera, decían
guarda con el escote, las ideas no viajan entre las tetas
o sí, no sé, pero ante la duda, las tetas caerán
¿y las ideas? no preguntaba, claro.
Tanta cosa puesta y yo con el libro
que el francés que el inglés que el alemán
si lloraba como loca cuando Trintignant
entornaba los ojos, y entera, mojada
cantaba la canción sin letra
ba da ba da da da da da da


Cerré la puerta y estoy desnuda
no me jodan
eso no decía.

 
 

 

Siempre hablando, esa habilidad para decir
o hacer decir, porque si hay algo que amé fue
conversar, me encantaba
ver asomarse las palabras, arremolinarse
retroceder, palabras de amigos
de tíos, de aquellos que cruzaba
desconocidos hasta tirar del hilo
invisible, así, invisible me volvía
escuchando, escuchando, leyendo
gestos, manos, hombros
porque el decir se mueve.
No sé si fue la forma de quedarme
quieta, apilando instantáneas
de un relato interminable
así, quieta con los ojos bien abiertos
acariciando, tomando, una cuna
de palabras que me besaban
hasta dejarme muda
hasta escuchar mi silencio.

 

 
 

 

Seis cuadras desde tu casa a la mía
alguna vez las conté, por contar nomás
de qué estaría hecho el tiempo
sino de ese deambular, cargar encima
lo propio es poco, estar era otra cosa
y no nos llevábamos nosotros
andábamos juntos.
A veces yo hablaba mucho
a veces sólo miraba el agua mientras te escuchaba hablar
a veces el agua hablaba por los dos.
Era simple como el enredo del camalotal.
Lo que pasaba en medio, era eso, el medio
pescar, dormir al sol, arrojar piedras.
El color, una curva de luz que se hundía
y la confianza en respirar aunque no hiciéramos pie.
Hubo un lugar en donde fuimos enteramente
como arcilla, sin miedo a las mutaciones.
Del oleaje quedarían chispas que aún hoy
iluminan seis cuadras para entender
llegar a casa era vernos.

 

 
 

 

Los cubiertos eran demasiados
en escalera custodiaban el plato
brillaban, como los pliegues de las camisas.
Liso el mantel, recta la espalda
los codos cerca de la cintura
y esa distancia que hacía de la loza
un blanco imposible.
Los sonidos, agudos, secos.
Cortar, pinchar, hundir
extraña coreografía.
Tanta demora para
la siesta era mía.
Detrás del limonero
empujaba las moras de a puñados
manchaba los dedos, la boca
hasta hincharme.
Yo era una mora que reventaba
tibia, perfumada
sucia.

 

 

 

Brotaban entre raíces abiertas como manos
clavaban sus pinzas en el fango
amarillos, rosados, verdes
cruzaban de costado
yo cuidaba dónde poner el pie.
La fiesta de la lluvia no repara
en las direcciones terrestres.
Cualquier movimiento es ajeno al cielo, pensé
y sacando la lengua, probé las bendiciones.

 

 

 

Camino con un palo
esa costumbre de arrastrar algo.
Lo agarro, firme, no preciso apoyarme, corto el aire
ni sable ni bastón, porción de un sauce, lánguido.
No es compañero, con un palo no se dialoga
se acciona, se orillea para tantear el fondo
se da vuelta algún pescado o lo que queda de él.
Lejos del agua adquiere la rígidez de lo seco
fricción incapaz de crear siquiera chispas
apenas rasguños.
Aireo las palmas, descanso mi tacto
lo paso de una mano, a la otra.
Dejo de mirar la trayectoria ocasional
capricho de andar sin rumbo.
Tedio, molestia, liviandad que sobra
distrae, me enoja.
Me detengo, los pies desde arriba
ni izquierdo ni derecho, juntos
trazo con el palo un círculo
se quiebra, lo suelto:
este es mi mundo.