Quise escribir una crónica sobre el Slam de Buenos Aires

Por Sol Fantin

La poesía es algo raro. Pero algo raro que pulula. Si le preguntás a alguien sobre poesía, probablemente responda que no la entiende, que le aburre, o que no le interesa. Si te dice que la poesía es lo suyo, existe un alto riesgo de que no se reivindique lector, sino poeta. Y agarrate, porque ser poeta no suele significar mucho más que una propensión a la verborragia autorreferencial, sensiblera y cursi, más o menos espinetosa según las épocas. O como me dijo un amigo una vez: grotesca. Y sin embargo ahí están los festivales, los concursos, las antologías, las revistas, las lecturas, todo lleno de poesía –que es tenaz, como un yuyo o como un mal chiste.

Yo me obsesioné con ella desde chiquitita, desde antes de saber leer. Digamos que tuvo algo que ver conmigo durante toda mi vida, porque en algún momento lo decidí así, vaya una a saber por qué. Una vez leí en un artículo de Julia Kristeva que la poesía oscila entre el fascismo y la locura, y creí entender algo sobre mí misma, pero quién sabe. De los versos con rimas asonantes sobre ecología que mi mamá hacía publicar en la revista barrial, pasando por los furiosos sonetos endecasílabos que escribía en la adolescencia, llegué a recitar (para un público reducido de fanáticos religiosos new age) unos versos modernistas dedicados a los dioses, con una túnica y una pista sonora hindú. El deseo de la poesía oral siempre volvía –quería recuperarla de la Antigüedad o de la Edad Media o de donde fuera que había estado –y por eso a los veintialgo me armé un numerito para una varieté de circo en San Telmo: después de un malabarista y antes de un payaso, daba vueltas en el escenario como una boba vestida con harapos de colores y mezclaba Girondo, Pizarnik y versos míos, sobre una canción de Edith Piaf. En fin. No se puede decir que no lo intenté.  

Y seguí intentándolo. Unos años más tarde llegué a la casita de Villa Crespo donde se reunía gente que leía sus poemas, gente que cantaba y tocaba y cosas por el estilo. Uno de los tugurios más hermosos de Buenos Aires. Ahí escuché, por ejemplo, al Dúo Alpargata –Ale Raymond recitando con un amigo charanguista cuyo nombre no recuerdo –y no era para nada grotesco sino más bien cómico pero tierno, y muy amigable. Se dejaba disfrutar sin esfuerzo. Poco después escuché a Poesía Estéreo, y entonces sí. Eso sí que era distinto de todo lo demás y se acercaba a algo que yo rabiosamente quería. Eran Sebakis y Diego Arbit combinando unísonos y alternancias en el recitado de unos poemas a puro ritmo, que dejaban al público exorbitado. Unos poemas que no eran ni con rima ni sin, ni con métrica ni sin, ni profundos ni no profundos, eran otra cosa: estaban vivos. Resultó ser que Sebakis –que además era y es actor –venía explorando la poesía oral por la web, y me compartió sus hallazgos: había unos poetas en Estados Unidos que aparecían en YouTube delante de un micrófono y un público numeroso sentado en butacas, y recitaban unos textos breves, tipo monólogos pero no, que me impresionaron. Bien escritos, bien dichos, un placer de oír. ¿Cómo se llamaba eso? Slam. El formato es el de un torneo. Cada poeta tiene tres minutos para decir un texto, y al final se elige el ganador. Los entrenan desde chiquitos allá, en las escuelas. Vimos videos de Madrid, Barcelona y México. ¿Qué estamos esperando para hacerlo acá? Pregunté yo. En mayo de 2011 convocamos al primer Slam de Nueva Poesía Oral en Buenos Aires.

Era en la casita de Villa Crespo, los jueves a la noche. Al tercero o cuarto que convocamos, ya todos sabíamos más o menos de qué iba la cosa, y sabíamos también que la cosa nos iba a desbordar. Los jugadores –poetas, narradores, oradores, eslameros, cuentacuentcuentos, piropeadotes, mentirosos, gritones: así convocaban los primeros flyers –empezaban a llegar alrededor de las diez. Los anotábamos en una lista. La casita se llenaba y se llenaba de manera inverosímil, indignante, surreal. A eso de las once o doce empezaba a tocar una banda o músico invitado. Después empezaban los jugadores con los textos que venían preparando durante el mes, especialmente para la ocasión: para llevarse la copa reluciente, con la chapita dorada, que al final de la noche entregábamos al campeón. La idea era hacer dos rounds de diez o doce jugadores, y luego uno de finalistas. Durante los rounds los eslameros pasaban uno tras otro sin presentación previa, porque estábamos todos apurados, apretados, ebrios, acalorados, envueltos en humo. A partir del quinto o sexto slam, los jugadores eran tantos –continuaban inscribiéndose en la lista a lo largo de la noche –que en ocasiones no llegábamos a la ronda final, porque se hacían las tres o cuatro de la mañana y ya habíamos escuchado hasta cuarenta participantes o más. Una vez descubrimos entre el público a un muchacho con una víbora, viva. En el séptimo slam yo, después de haber cronometrado a más de treinta poetas en un huequito de la zona de la casa que se usaba de escenario, me desmayé en el cuartito de atrás.

¿Qué había pasado? Nos llegaban comentarios despectivos, diciendo que lo del slam no era poesía. Y a los que hacíamos el slam nos encantaba, porque afirmábamos presuntuosamente que odiábamos la poesía. Otros decían que el slam era una guerra de egos, y los mismos que lo decían tenían su propio ciclo, donde recitaban ellos mismos durante cuarenta minutos y decidían quién lee y quién no. No estoy diciendo que no tuvieran razón, sino que la cuestión de la poesía y del ego es difícil de deslindar, cualquiera sea el formato. Precisamente porque uno de los rasgos que quizás se pueda anotar del género es que el sujeto que enuncia, de alguna manera, habla desde sí mismo, a diferencia de lo que ocurre en la narrativa. De hecho, este rasgo es lo que hace del tipo de texto slam algo muy próximo a la poesía, a pesar de su hibridez con el monólogo teatral, o –como vi más tarde en París y en España –al rap y a la canción.

Al slam venía cualquiera. No hacían falta contactos ni currículum. Y cualquiera tenía tres minutos –a veces cuatro o cinco, porque nunca fuimos estrictos con el cronómetro –para decir un texto, si cumplía con dos requisitos simples: que fuera un texto propio y que lo recitara de pie. Micrófono no había, porque la casita tenía vecinos. El que se animaba a decir su texto no tenía asegurado ningún aplauso, pero sí un público atento (o lo más atento que puede estar un público hacinado y acaso demasiado fervoroso) con más ganas de celebrar que de criticar. Esta situación fue generando, con el correr de los eventos, algo así como un estilo, aunque no excluyente. Es cierto que el humor y las referencias a la cultura pop, a la tele, al feisbuk, al sexo, al trash en general, se conviertieron en un caballito de batalla un poco machacón. Pero también es cierto que hubo de todo, que no había slam en el que no sorprendiera alguien con una temática o una retórica inesperada, o un gesto irónicamente conmovedor –como por ejemplo el de terminar el poema arrojando caramelos al público. Es cierto que aprendimos mucho unos de otros, que nos robamos felizmente los recursos, que algo empezó a cuajar como una fiesta del decir. Y si bien el propósito de escribir y sostener con el cuerpo el propio texto para ganarse un público tiene algo de frívolo y antipático, también implicaba algo que hacía mucho tiempo se echaba de menos en cualquier lectura de poesía: tener en cuenta que ahí adelante hay alguien que escucha, y no está bueno que bostece cuatro veces por minuto con cara de qué sensible que soy que vine a escuchar poesía.

De los efectos nocivos de la competencia que otros censuraban, ni nos enteramos. A mí me resultaba infinitamente más feroz la competencia solapada de los eventos con mesa, micrófono y vaso de agua, de los festivales y antologías, que lo que ocurría en el slam, donde todos esperábamos ardientemente que vinieran los otros para que se armara. Y la gloria del triunfo, cuando tocaba, quedaba ahí, neutralizada por el fetiche ridículo de una copa de torneo deportivo.

Con el correr de los meses, se empezó a ver en otros lugares donde se leía poesía, a lectores de pie que llevaban textos interpelantes, o para usar un término de Barthes: que deseaban al oyente. Pasaron más cosas. En el slam se conoció mucha gente entre sí, que armó proyectos grupales, como ciclos, dúos, talleres, espectáculos teatrales, varietés, intervenciones en espacios públicos, otros torneos de poesía y hasta otros slams, en otras ciudades del país y en la propia Buenos Aires. Algo se propagó, algo que hicimos entre todos los que nos pasamos varias madrugadas de locos diciendo y oyendo y alentando en el slam. Celebro rotundamente eso.

Después pasaron más cosas, pero a principios del 2012 yo me fui de viaje a España y a Francia a conocer los slams de allá. En otra oportunidad me gustaría contarles las aventuras eslameras del viaje, pero en otra oportunidad porque ahora tengo que mandar esta crónica en quince minutos, antes de irme a trabajar, y además ya es demasiado larga. Pero si quieren, prometo contar. Ah, el slam en Buenos Aires se siguió haciendo durante todo el 2012, y seguramente se siga haciendo durante este año. En todo caso, ya es algo que no se puede detener. Por eso me encanta.

Villa Luro, marzo de 2013