El coliseo y otros poemas - Adam Wolniewicz feat. Ezequiel Zaidenwerg

Adam Wolniewicz (York, Maine, 1985)

 

The Old Nudists (Adam Wolniewitz)

 

Pale in my shame, I watch them:


the elderly, the masters of the beach.


Like sacred animals, they promenade


in groups across the sand, discussing


some trivial matter, as if the world

did not, in fact, belong to everybody else.


The men’s chests are salt- and silver-speckled,


their bellies like drums of some dark metal;


women swing their breasts


like overgrown tubers –they wear


their bodies like someone who discovers


new clothing in the closet, plucks 


off the tag, and puts them on.


Like menhirs beneath a stupefying sun,


they seem to say: We are 


but dust and shadows, yet shadows


that walk toward the light 


and dust that sows a seed –as they give in


to the amniotic embrace of the sea.

 

 

Los nudistas viejos

 

Pálido en mi vergüenza, los contemplo:

los viejos, los patrones de la playa.

Animales sagrados, se pasean

en grupo por la arena, discutiendo

algún tema trivial, como si el mundo

no fuera de los otros. Salpicados

de plata y sal los vientres de los hombres,

como tambores de un metal oscuro;

columpiando sus pechos las mujeres

como tubérculos enormes: visten

sus cuerpos como quien encuentra ropa

sin estrenar en el placard y, luego

de arrancar la etiqueta, se la pone.

Como menhires bajo un sol que aturde,

parecieran estar diciendo: Somos

polvo y sombra, aunque sombra que camina

hacia la luz y polvo que fecunda

una semilla, al tiempo que se funden

en el abrazo amniótico del mar.

 

 

Fruits (Adam Wolniewicz)

 

 

For Nora

 

Back from the beach every afternoon,

leaving the dunes and the woods behind,

my cousin and I, both thirteen,

would buy fruit from the old man

who wouldn’t let us touch it before we chose:

blueberries and figs, without

exception; sometimes a mango,

the biggest there was, which we’d weigh

with our eyes. Once home,

sandals in hand, calves streaked

with dry sand, we’d sit immediately

at the table, postponing

our showers. Alone, the two of us,

ardent and hungry after a day in the sun,

would eat the fruit on wooden plates: engrossed,

my cousin would peel the figs

with a knife and fork and remove

the cloying flesh nearly intact,

and she’d put the blueberries in her mouth,

pricking them one by one, like peas.

While I, who’d always cut the figs

in half, would always try to suck

the pulp, and always ended up

swallowing the skin along

with it; I’d eat the blueberries

by the fistful, staining my face

and fingers red. When we were done,

my cousin would repeat, without

fail, the same ceremony: she’d pat

her belly with her hands, sighing,

satisfied, and then she’d put her legs

up on the table, too long

for the rest of her body:

ankle bone like a fruit pit;

narrow feet with skinny toes

and pale soles in stark relief

with her bronzed calves;

the imperceptible hairs on her thighs

exposed by the sun—everything shone

so truly in the certain light

of the late afternoon that one day,

dazzled, I stretched out my arm

and grazed, almost unthinking, the sole

of her foot with my fingers: it was

rough with salt and sand, and cool

to the touch. She looked at me. “You’re

going to tickle me,” she said, but

didn’t move her foot, which I took

in my hands and began to press

with my thumbs. She seemed to half-

close her eyes when, who knows how, I

traced my fingertips through

the spaces between her toes;

she also seemed to smile

before we heard footsteps in the hall.


 

Las frutas

                                                                                  

 

A Nora

 

Al volver de la playa, cada tarde,

dejando atrás los médanos y el bosque,

mi prima y yo, los dos de trece años,

íbamos a comprar a lo del viejo

que no nos permitía tocar la fruta

para elegirla: arándanos e higos,

siempre, sin falta; un mango, algunas veces,

el más grande que hubiera, que pesábamos

con los ojos. Después llegar a casa,

con las ojotas en la mano, arena

seca en las pantorrillas, y sentarse

de inmediato a la mesa, demorando

la hora de la ducha. Los dos solos,

en platos de madera, con el hambre

y la avidez de la jornada al sol,

comíamos las frutas: con cuchillo

y tenedor, mi prima, que pelaba

concentrada los higos y extraía

casi intacta la carne empalagosa,

se llevaba a la boca los arándanos

pinchándolos de a uno, como arvejas.

Yo, en cambio, tras partir a la mitad

los higos, intentaba succionarles

la pulpa, pero siempre terminaba

por tragarme la cáscara también;

comía con las manos los arándanos,

de a puñados, manchándome la cara

y los dedos de rojo. Al terminar,

sin excepción, mi prima repetía

la misma ceremonia: se golpeaba

la panza con las manos, resoplando

satisfecha, y después ponía las piernas

sobre la mesa, piernas de animal

joven, que por su largo no guardaban

proporción con el resto de su cuerpo:

como un carozo el hueso del tobillo;

los pies angostos con los dedos flacos

y pálidas las plantas, en contraste

con lo bronceado de las pantorrillas;

el vello imperceptible de los muslos

que revelaba el sol– todo tenía

un brillo tan real bajo la luz

confiada de finales de la tarde

que un día, encandilado, alargué el brazo

y, como sin pensarlo, le rocé

con los dedos la planta de un pie: estaba

áspera por la sal y por la arena,

y fresca al tacto. Me miró: “Me vas

a hacer cosquillas”, dijo, pero no

sacó el pie, que tomé entre las dos manos,

y empecé a presionar con los pulgares.

Me pareció que ella entrecerraba

los ojos cuando yo, sin saber cómo,

le pasaba las yemas de los dedos

por el espacio entre los dedos de ella;

también me pareció que sonreía

antes de oír los pasos en la entrada.

 

 

The Colosseum

 

All we had to do was sketch a circle,

with a stick or foot, across the parched

earth, and suddenly the Colosseum

appeared before our eyes: Romans

with their bangs and sandals,

all in white; Caesar in his purple

robe, a crown of laurels in his hand,

waiting for the victor, surrounded

by an exultant din, like the hubbub of

the schoolyard. Then, we’d take

our gladiators from their glass jars

and make them fight: spiders

that gravity had already vanquished;

slow beetles in black suits of armor;

a centipede entangled in itself;

a cricket with a single wing. One day,

a technical development – chopsticks –

made it possible for us  to capture

a pair of scorpions, a big one and

a smaller one, which we placed

in separate jars. When we released

these mythological creatures

into the perimeter of dirt, they fled

at once, and I managed to entrap them

inside an upside-down-jar,

facing each other: Underwater Combat.

At first, the small one circled

the bigger one, shaking its tail

as if it were a rattlesnake.

The other one ignored it. But then,

without so much as curving back

its tail, it ripped out the small

one’s stinger in its jaws, proceeding,

once it had been disarmed, to devour

its head. And so, imaginary

boos resounding in our ears,

in solidarity with the underdog,

we lifted up the jar and smashed

the monster with a rock. The next day,

after breakfast, we discovered

some black ants hauling off

the indistinguishable remnants

of the fight, heading underground.

And all we could make out

of the victor, torn apart,

hoisted up on the back of some

invisible bug, like an offering

to the deity of the underworld, was

the sharp point of that powerful arm,

the stinger, as it sank into the ground.

 

 

El coliseo

 

Bastaba con trazar sobre la tierra
reseca, con un palo o con el pie,
un círculo, y de pronto el coliseo
aparecía frente a nuestros ojos:
romanos con sandalias y flequillos,
todos de blanco; el César con su toga
púrpura y la corona de laureles
en la mano, esperando al ganador
en medio de un barullo jubiloso,
como de patio de la escuela. Entonces
sacábamos a nuestros gladiadores
de sus frascos de vidrio y los poníamos
a combatir: arañas derrotadas
ya de antemano por la gravedad;
lentos escarabajos de armadura
negra; un ciempiés enmarañado sobre
sí mismo; un grillo sin un ala. Un día,
un adelanto técnico –palitos
chinos– hizo posible la captura
de una pareja de alacranes: uno
grande y otro más chico, que pusimos
en frascos separados. Al soltar
a aquellos animales mitológicos
sobre el perímetro de tierra, pronto
se dieron a la fuga y yo alcancé
a volver a cubrirlos con un frasco
boca abajo, encerrándolos el uno
frente al otro: Combate submarino.
Al principio, el más chico daba vueltas
alrededor del grande y agitaba,
como si fuese un cascabel, la cola.
El otro lo ignoraba. Pero luego,
sin ni siquiera arquear el aguijón,
le arrancó el suyo al chico con las fauces
y después procedió, tras desarmarlo,
a devorarle la cabeza. Entonces,
bajo una silbatina imaginaria,
y en solidaridad con el más débil,
levantamos el frasco y aplastamos
con una piedra al monstruo. Al otro día,
después del desayuno, descubrimos
unas hormigas negras que acarreaban
los restos indistintos de la lucha,
bajo la tierra. Y distinguimos sólo
del vencedor, despedazado, en andas
de un bichito invisible, como ofrenda
a la divinidad del inframundo,
la punta de ese brazo poderoso,
el aguijón, hundiéndose en el suelo.

 

 

Conifers

Pensive they paced along the faded leaves

–Ephemera, W. B. Yeats

Indistinguishable leaves pulped

by rain and shoe-soles. On the porch,

a slug scales the peeled wall

without noticing us. Inside,

the light coming through the blinds

sketches a chiaroscuro: a home’s intimacy

interrupted around an empty

table. A painted lobster laughs

on the wall clock, striking a time

that comes and drifts away like ripples

on lakewater. Who, and when, 

cast the last stone? We never returned

to this town, to this house, to the planks

of this oak table, to give an answer,

nor to be the stone that shores us up

or sinks us altogether. We sit

at the table. We slurp. We swallow

fried matter. If oaks grow

and expand their rings, embracing

a shrinking center, you and I

grew in the opposite direction. In

the autumn of our discontent, let’s walk

along the dunes again: our boots

buried in the sand, the wind chafing

our cheeks. We’ll go hand in hand

into the woods, to see the pines

looming proudly side by side

and strewing dry needles on the ground.


 

Coníferas

 

Pasean pensativos entre las hojas muertas

–Ephemera, W. B. Yeats

 

Hojas indistinguibles hechas pasta

por la lluvia y las suelas. En el porche,

una babosa trepa sin notarnos

por la pared descascarada. Adentro,                                         

la luz por las persianas bajas pinta

un claroscuro, el de la intimidad

interrumpida de una casa en torno

a la mesa vacía. En el reloj

de la pared una langosta ríe

pintada, y da la hora de una época

que aparece y se aleja como ondas

en el agua de un lago. ¿Quién, y cuándo,

tiró la última piedra? No volvimos

a este pueblo, a esta casa, a los tablones

de esta mesa de roble a responder,

ni a ser la piedra que nos apuntale

o nos hunda del todo. Nos sentamos

a la mesa. Sorbemos. Deglutimos

materia frita. Si los robles crecen

y expanden sus anillos abrazándolos

a un centro que se achica, vos y yo

crecimos al revés. En el otoño

de nuestro descontento, caminemos

otra vez por los médanos: las botas

se entierran en la arena, el viento raspa

las mejillas. Vayamos de la mano

al bosque, a ver los pinos, que se yerguen

orgullosos, el uno junto al otro,

y siembran en el suelo agujas secas.

 

 

                                                                                                                                                               Foto: Gustav Goodfriend

 

¿Cómo empezaste a leer poesía? ¿Fue un descubrimiento o un gusto adquirido?

Estoy bastante seguro de que fue un descubrimiento azaroso. Mi abuelo tenía una biblioteca tremenda y me acuerdo que sacaba libros al azar de los estantes y los leía en silencio en su estudio. Había algo que tenía que ver con el sonido de la poesía que me gustaba más que cualquier otra cosa que leía. Algo de esa intimidad inmediata me daba la sensación de estar en presencia de un secreto, asistiendo al mundo interior de otra persona. Me gustaba ese secreto. Mis primeros amores fueron Robert Browning y Keats. Creo que el primer poema que me aprendí deliberadamente de memoria fue “A su esquiva amada”, de Andrew Marvell.

 

¿Quiénes fueron tus primeras influencias?

Bueno, como te dije antes, Browning y Keats fueron los primeros poetas que dejaron sus versos grabados en los recuerdos de mi primera infancia. Sobre todo Keats. Me seducía muchísimo esa capacidad desembozada de sentir. Creo que incluso una vez escribí los primeros versos del Endymion en una servilleta y se la di a la chica que me gustaba cuando estaba en sexto grado. Frost fue una influencia muy importante, también. Cuando te criás en Nueva Inglaterra, es difícil escapar del influjo de Frost. Creo que hasta tuve el atrevimiento de pensar que podía ser el Frost de Maine. Quién sabe. La música también fue importante. Embriagado por todos esos sentimientos propios de la adolescencia, me dejé llevar por fantasías como la de ser el Keith Jarrett de la poesía. Quería poner en palabras el concierto de Köln, quería escribir como tocaba Charlie Parker, encontrar la manera de poner toda la intensidad de la juventud en palabras…. Y entonces descubrí a los poetas Beat. Por un tiempo, creí que había sido el ÚNICO que había descubierto a los Beat… hasta que me di cuenta de que todo adolescente con la ambición de ponerle un poco de sex appeal a la escritura terminaba cayendo en los Beat… y entonces me dejaron de interesar tanto.

 

¡Los Beat! La verdad, me sorprende. La poesía que escribís, tanto en su forma como en su tono, se me hace más cercana a Browning y a Keats que a Ginsberg. ¿Dirías, entonces, que la poesía para vos es un viaje de redescubrimiento?

Yo quería imitar a los Beat en su falta de inhibiciones y de autocensura. Creo que me di cuenta muy rápidamente de que lo que me cautivaba era más el tono que la forma. Así que, por así decirlo, sí, volví a mis “raíces”. Sí, seguro, la poesía podría ser un viaje de redescubrimiento. Para ser más precisos, es un viaje de entrenamiento del oído. Aprendí a escuchar mejor a Browning y a Keats, o a escucharlos diferente, después de haberme fascinado con Ginsberg. Aprendí a escuchar más allá de los trucos de la forma, creo. En el fondo, son todos Kurt Cobain. Y yo también quería serlo.

 

¿Cómo empezaste a escribir poesía? ¿Tenés algún recuerdo de esos primeros poemas?

Cuando era adolescente, jugué a ser pintor durante un tiempo. Me pasaba horas pintando en la playa. Hasta que un día, más que nada frustrado con un cuadro en el que estaba trabajando, me puse a intentar plasmar en palabras el paisaje. Fue liberador, en un sentido en que no lo había sido la pintura. Esos primeros poemas eran mayormente impresionistas y giraban en torno a imágenes.

 

Las imágenes siguen ocupando un lugar central en tu poesía. Así como la playa, que en tus poemas parece tener vida propia, una especie de presencia amniótica…

Porque es la presencia amniótica. Hay algo de vivir en la playa que te purifica y que te centra; o más bien, de la vida que se dibuja en relieve sobre el fondo que es el mar, en concierto con el mar. No es tanto la playa como el mar, el mundo en cuanto existe más allá, allá afuera. Es algo que, a la vez, sobrecoge y tranquiliza.

 

“El mundo en cuanto existe más allá…” Algo que siempre me gustó de tu poesía es que parece casi religiosa, pero sin afiliación dogmática: ¿sos de familia polaca católica, no? En cierto sentido, tiene algo panteísta: las fuerzas de la vida y de la muerte, del amor y el desconsuelo, luchando por alcanzar un equilibrio imposible…

Desequilibrio, tal vez, pero parece inútil quedarse fijado en el desequilibrio. Esas fuerzas de las que hablás existen en una armonía que les es propia. En cierto sentido, tal vez a causa de mi fe en una entidad trascendente, me conmueven esos pequeños momentos de humanidad. Puede que sea una metáfora manida, pero pienso todo acto de creación artística humana como si fuera una especie de gotita en un gran estanque de agua. Como mucho, podemos generar algunas ondas periféricas, pero nada que se compare con la magnitud del estanque.

 

Sí, la imagen de las ondas –y los círculos concéntricos y anillos en el tronco de un árbol– también está en “Coníferas”, el libro de tu manuscrito inédito que incluí en esta selección. Pero antes de entrar en los cambios que se ven en tu escritura más reciente, algo que me llamó la atención es que tu poesía parece hacer foco en la infancia y la vejez, los dos extremos del ciclo de la vida… ¿A qué pensás que se debe?

Qué gracioso, no me había dado cuenta de eso, aunque me recuerda a algo que a Paul Auster le gusta repetir en sus entrevistas, citando las palabras de su amigo George Oppen acerca de envejecer: qué cosa más rara que a un chico le pueda pasar algo así. Creo que mis poemas surgen de esas dos fases del ciclo de la vida porque son los momentos de mayor vulnerabilidad. Además, hay una línea que va directamente del anciano que reflexiona sobre su vida al niño, que no sabe que eso que está aconteciendo es su vida: pasamos de una existencia relativamente inconsciente sin meditación, a una existencia hiperconsciente que se vive casi en su totalidad por medio de la memoria… siempre y cuando uno conserve la lucidez al final de la vida. En otro sentido, esos dos momentos del ciclo vital se parecen en tanto pueden permitir el reinado del ello: el niño no conoce limitaciones ni inhibiciones y al viejo ya no le importan.

 

También hay algo con la violencia de la juventud –como en “El Coliseo”, por ejemplo– que contrasta con cierta paz que se consigue de manera tan ardua como gozosa a medida que uno se hace más grande, como ocurre en tu poema más conocido, “Los nudistas viejos”, pero también en “Coníferas”, donde esta pareja pareciera volver al escenario familiar de “Las frutas”, pero con otro estado de ánimo. Tal vez sea mi lectura personal del poema, pero incluso en medio de una separación –la pareja parece volver a esta cabaña en la playa para intentar reconciliarse–, logran encontrar alegría y cierta fertilidad espiritual en el deterioro y la descomposición...

Ésa es la belleza de los paisajes familiares, ¿no? Trazamos nuestros mapas psico-emocionales sobre paisajes que dan la impresión de ser inalterables. A mí eso me parece sumamente sugerente.  Es una forma de anclar esos momentos fugaces de experiencia interpersonal en una especie de tiempo más profundo, que sólo conoce la naturaleza, o en un paisaje físico de algún tipo. Como las coníferas y el puerto, una profunda sabiduría que los jóvenes no son capaces de reconocer en su egocentrismo.

 

Perdoname que insista, pero ¿qué pensás de ese trasfondo de violencia? ¿Es sólo tensión superficial? Admiro tu capacidad para tejer, sin que se vean las costuras, esos contrastes y contradicciones…

Por supuesto que no es sólo tensión superficial. El mundo evoluciona a través de la contradicción, según creo yo. La luz nos impresiona porque hemos visto la oscuridad. Apreciamos lo bucólico porque hemos conocido la violencia. Vivo la naturaleza como una ensoñación, pero que está indisolublemente ligada a mi propia mortalidad. La ensoñación humana de la naturaleza no puede durar para siempre, pero el mundo natural nos sobrevivirá. Eso tiene algo a la vez esperanzador y terriblemente ominoso. Así que si escribo sobre paisajes naturales, especialmente los de mi adolescencia, el paso del tiempo está profundamente arraigado en esos espacios.

 

¿Cómo llegaste a publicar? ¿Tenés algún vínculo con el mundo institucional de la poesía?

Ninguno en absoluto, soy el caso típico del humilde poeta que lanza al éter sus misivas, con la esperanza de que alguien se fije en ellas. Obvio que cuando me aceptaron el primer poema en una revista literaria de cierta reputación, me ayudó a seguir publicando en otras partes.

 

¿Qué pensás del estado actual de la poesía en los Estados Unidos? ¿Qué poetas te gustan? ¿Algún poeta joven digno de atención?

La verdad, me pone triste que los poetas en los Estados Unidos parecen más preocupados por justificar todo el tiempo la importancia de la poesía –como si fuera brócoli o algo así– en vez de dedicarse a publicarla. Ocean Vuong me parece muy admirable. Hay un poeta joven que se llama Alan Limbaud que está escribiendo una poesía lírica preciosa, y también Bruce O’Brien, otro poeta de Maine que pinta escenas domésticas muy hermosas. Hay una chica de California, Maggie Nelson, que hace cosas interesantes cuando no trata de ser política.

 

Ezequiel Zaidenwerg nació en Buenos Aires el 25 de marzo de 1981. Publicó los libros de poemas Doxa (Vox, 2007); La lírica está muerta (Vox, 2011; Cástor y Pólux, 2017); Sinsentidos comunes, ilustrado por Raquel Cané (Bajo la luna, 2015); Bichos: Sonetos y comentarios, en colaboración con Mirta Rosenberg e ilustrado por Valentina Rebasa y Miguel Balaguer (Bajo la luna, 2017); y 50 estados: 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos (Bajo la luna, 2018).

Tradujo a Mark Strand, Ben Lerner, Anne Carson, Weldon Kees, Robin Myers, Joseph Brodsky, Mary Ruefle, Denise Levertov y Kay Ryan, entre otras y otros. Compiló y prologó la muestra de poesía argentina Penúltimos (UNAM, 2014). Desde 2005, administra el sitio zaidenwerg.com, dedicado a la traducción de poesía.