Una mañana boreal - Carlos Battilana

La fiesta breve

Sobre Una mañana boreal, de Carlos Battilana

¿De qué podría estar hecha la salvación, sus «márgenes efímeros», si no de ramitas, hojas marrones, caricias milimétricas, migajas? Pequeños gestos que el poeta atesora y que el poema recibe como ese pesebre logrado «con las ramitas / que recogimos / del jardín», para crear un refugio momentáneo contra la vorágine del mundo —y en especial, cierta zona de dolor o desaliento profundo, «lo incomprensible», que acecha entre el naufragio y el desierto—.

¿Y cuál podría ser el tiempo de la salvación, entonces, si no este que, en Una mañana boreal, de Carlos Battilana, se cuenta por instantes, minutos, horas mínimas, finísimas; tardecitas, madrugadas o, a lo más, algunos días recordados del verano, y esa estación que «está aquí, lo rodea», la estación del invierno? Formas del tiempo que solo pueden intercambiarse bajo la nieve blanda del poema, “una materia / de varias puntas / en dirección / a infinitas / constelaciones», «un mercado sigiloso / de sopor / en medio del frío», y es tal su misterio que hace pensar en la magia antes que en la utilidad o en la transacción. Magia o extraña fe alzada sobre la posibilidad de nombrar detalles leves que empujan la voz hacia una zona transparente y le permiten avanzar «en arenas movedizas».

Y se diría que es justamente esa visión de detalle, contrapuesta a toda pretensión de totalidad, a toda opulencia del conjunto, la que trabaja en estos versos como una forma luminosa de resistencia. «La lengua resulta / móvil / y se adapta / a distintos lugares / y temperamentos», se lee en el poema que da nombre al libro; mientras otras voces «depositan su mala sustancia», la voz poética «desentierra / letras de un idioma desconocido», y es la tarea modesta de una vida, como si fuera, una vida de pastores, una vida de cazadores y recolectores, una vida de indios de la llanura.

Estela íntima de un descubrimiento laborioso que repone lo vivido para ser visto bajo otra luz, los recuerdos, lejos de ser explorados como una materia de posesión, se presentan aquí como signos o cifras de una desmesura que libera y corroe a la vez: «“¿qué memoriza una cebra / mientras ingresa / en la sabana?”», leemos, por ejemplo, en «Una madrugada». Sin embargo, no es tanto la búsqueda de una respuesta lo que se pone en juego en la manera interrogante de los versos, sino más precisamente la reverberación del cuerpo atravesado por una memoria casi física de la dicha o la pena.

Hebras, briznas, minucias, escenas mínimas y devastadoras o tocadas de una luz serena y celebrante, que marcan la intimidad en su derrumbe lento y en su lento rehacerse, fluyen ligeras y suaves, o violentas y subterráneas en la corriente mayor de este libro. Con el gesto concentrado y reflexivo de quien reconoce en esa tensión la marca de un dilema a la vez objetivo y subjetivo —cuyo horizonte no puede ser más que una continua incertidumbre—, el poeta nombra la materia inestable del deseo y orilla, con una especie de pudorosa reverencia, los pliegues donde se entrelazan lo familiar y su intemperie, tejidos por igual de amor y soledad; Marcos, el niño grande, la mujer que más lo ama, el humo suave de Emilia, el amigo poeta que lo visita desde la muerte, el hermano mayor, dan un sentido nuevo a ese pesebre que en «Ramitas» evoca «el antiguo / escenario / de la niñez / que renace / año tras año».

El poema deriva así, una y otra vez, en una suerte de rezo, un modo de la plegaria, y en tanto tal, se entrama con el silencio. Esa cualidad tiene una correspondencia delicada en ciertas imágenes que evocan el paisaje en su condición a la vez material y metafórica, como en «Bosque de hielo»: «Tierra blanca / de cipreses / y altísimos pinos // la nieve / se hunde / para hacer el silencio / del monte». Pero también se encuentra ese cruce en la respiración que administra la brevedad del verso, en su sustancia acústica misma, la forma pausada que se escancia como si asegurase el ritmo de una sobria pulsación, para no ceder ante la realidad ni dejarla salir triunfante como mera máquina de exterminio.

En este sentido, y casi a la manera de un manifiesto personal, «Hojas marrones», la tercera y última sección de Una mañana boreal, parece confirmar, una vez más, esa «extraña fe» que obra una suerte de salvación por gracia de lo mínimo sostenido en la materia del poema, y que señala, al mismo tiempo, una forma propia de ser de la luz en la poesía de Carlos Battilana: «La respiración, entonces, / puede ser esta / plenitud: / el árbol raquítico // las hojas que caen del sauce / en este otoño / y que recogemos con las manos// […] respiro el aire transparente / escucho el zumbar de las moscas / sostengo la estructura de este minuto, pronuncio / como una fiesta breve / esta plegaria / que la vorágine / disolverá, / felizmente, / en alguna noche // en algún sitio / que no deja lugar a la memoria».

                                                       

Sonia Scarabelli

 

Salvación

 

Levanto con pocas migajas

las posibilidades del día

 

el sol de la terraza

amanece

otra vez,

por suerte

 

sonreír ante lo evidente

–las plantas,

la ropa doblada

en la silla,

el muro manchado de gris–

como los marinos

en medio del mar

que conocen los márgenes

efímeros de salvación

y aun así, ante el inminente naufragio,

rodeados de olas gigantes

y sumergidos

en el centro de la tormenta,

respiran, no dejan de respirar,

reconocen en el aire,

frontalmente,

no la última

sino la primera oportunidad.

 

 

 

El amor

 

Suave la mirada de Emilia

que se disfraza

de Frida Kahlo

y me dice: “Papá, detrás de mis cejas pintadas

hay

hojas que crujen”.

 

 

 

Ramitas

 

El pesebre

se logró

con las ramitas

que recogimos

del jardín.

 

Emilia

recortó

–como sólo ella

sabe hacerlo–

papel plateado

e imaginó

un oasis

en el desierto

bíblico

del Niño

recién nacido

 

luego

–debajo del Árbol

profano–

fuimos incorporando las

pequeñas

estatuas de arcilla

–José, María,

Jesús–

y con un poco

más de energía,

Dickens,

tal vez Darío

–¿quién sabe?–

nos ayudaron

con los “tardos

camellos

de la caravana”

los camellos de la infancia

los camellos de los Reyes,

a quienes

llamaremos

por tradición

Melchor, Gaspar y Baltazar.

 

Más tarde

Sofía fue acomodando

pastos y ramas

y sin la luz del día,

iluminado

artificialmente

por las luces

del pino de Navidad,

contemplamos

–admirados– el antiguo

escenario

de la niñez

que renace

año tras año.

 

Un poco emocionados

con la alegría afectiva

que amalgaman las horas

fuimos a dormir

y Marcos,

el niño grande,

el niño interminable

que Dios o la vida

nos han legado,

sin que nadie lo notara,

tomó la estatuita

de José

para dormir

con ella

 

nunca lo sabremos

–es un enigma–

pero su vida misteriosa

ha hecho de las imágenes religiosas

(medallas, talismanes, estampitas)

un destino visual,

un lago interminable

donde contemplar

el secreto de sus días,

las sucesivas jornadas

que –nunca lo sabremos–

son su cruz

o su felicidad.

 

 

 

El humo

 

Crece

como un animalito mullido:

 

Emilia, la niña más chica,

es

un humo dulce

–los afluentes

de una droga profunda–

que trajo

la alegría

a todas las horas del hogar.

 

Juega, aún, en su habitación:

 

cuando lo hace

quiebra todas las cosas herméticas del mundo,

nuestra voz más áspera,

la más dura.

 

 

 

Iluminados

 

Hace de la luz de la mañana

una fuerza

a la que le ponemos

el nombre de “materia”.

 

Los árboles

están iluminados

en el fondo

sobre la línea del horizonte

por un color amarillento,

apenas rosado

 

los días de hace años

los luminosos

trabajosos días

forman parte

también

de un mínimo

acontecimiento

en este instante. Sin nostalgia, hay horas pasadas

horas buenas

que siguen ocurriendo

no terminaron de suceder.

 

La luz de la mañana

se disuelve

sobre todas las cosas

y sobre todos los hechos

a los que designamos

con una palabra fugaz

ya no como forma de la posesión

sino como testimonio

o como huella

de un ojo que mira

el día

por primera vez.

 

                                                                                                                                                   Foto: Silvia Castro.

Carlos Battilana Nació en Paso de los Libres, Corrientes, 1964. Publicó los libros de poesía: Unos días (Libros del Sicomoro, 1992), El fin del verano (Siesta, 1999), La demora (Siesta, 2003), El lado ciego (Siesta, 2005), Materia (Vox, 2010), Narración (Vox, 2013), Velocidad crucero (Conejos, 2014) y Un western del frío (Viajero Insomne ediciones, 2015). También publicó la antología Presente Continuo (Viajera, 2010), las plaquettes Una historia oscura (Ediciones del Diego, 1999) y La hiedra de la constancia (Color Pastel, 2008). Sus poemas han aparecido en antologías argentinas y latinoamericanas. Realizó la compilación y el prólogo de Una experiencia del mundo, de César Vallejo, para la editorial Excursiones en 2016. Publicó el libro de ensayos El empleo del tiempo. Poesía y contingencia (El Ojo del Mármol, 2017). Ejerció el periodismo cultural y colaboró en diversos medios. Se desempeña como docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires.

 

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