La biblia junto al calefón - Osvaldo Bossi y Las estrellas celosas

A propósito de Las estrellas celosas, realmente, ¿cómo ríe la vida si sus ojos negros te quieren mirar?

No sé cómo ríe la vida, si es que ríe (supongamos que sí), pero en esta novela, al menos, ríe todo el tiempo, desde la primera palabra hasta la última. Sobre todo, porque en ella se hace realidad un deseo que vengo cargando desde que soy un niño: el de encontrarme con mi padre, al que me une, o me unió hasta ahora, un desencuentro profundo. Pero bueno, por suerte está la literatura, y en ella todos los entuertos se arreglan. Como la madre de Vallejo, escribo no porque hace frío sino para que haga frío. No sobre algo que ocurrió, sino para que algo suceda, al fin. En este caso, el amor de mi padre por mí. Como él no pudo o no supo hacérmelo saber mientras vivía, ahora que está muerto, se me aparece en esta novela, radiante, para decirme eso y mucho más.

 

El padre, en Las estrellas celosas, y la madre, en los cuentos de A dónde vas con este frío, y para cada libro una voz distinta, particular ¿o sentís que también se trata siempre de un mismo narrador/poeta, en tiempos y espacios distintos?

Me temo que siempre es el mismo narrador, un narrador que se toma todas las licencias que se tomaría un poeta. De otra forma, no hubiera podido escribir ni esta novelita ni las anteriores. Hago uso de algunas convenciones narrativas, pero hasta ahí. Las uso y no las uso, les creo y no les creo. Como si fueran el esqueleto, el trampolín de otra cosa. ¿De la lírica? Puede ser. Cualquier frase, hasta la más trivial, tiene su música para mí. Como si escribiera con el oído y con el corazón, esos dos órganos esenciales para la escritura de poemas.  Las llamo “novelas” para simplificar, pero casi siempre se escapan hacia otra parte. Un lirismo sucio, quizás. Un lirismo impuro que, antes de meter las patas en la fuente, las metió en el barro.

 

Como Sandro Penna (Yo no puedo ofrecerles Obras Pías) ¿Podrías mencionar algunos poetas/narradores, artistas, que te gusten, que sientas que también hayan metido las patas en barro?

Son muchos, pero puedo nombrarte algunos, para que te des una idea. El propio Sandro Penna, con ese librito hermoso, entre el relato y la poesía, que se llamó Un poco de fiebre. Y Elvira Orpheé, con esa capacidad de trastocarlo todo (leí En el fondo a los 17 años y quedé fascinado). Como cuando leí Las olas, de Virginia Wolf. O Marguerite Durás,  Di Benedetto, Rulfo… No son narradores “puros”. Hay siempre una chispa de locura, de poesía, en sus libros. Sin eso, la narrativa me aburre infinitamente.

 

Una enumeración de la novela dice así: “Tornado, Juan José Camero, Griselda, Nazareno Cruz” y la lista podría continuar e incluir a Elvis, a Gardel y Lepera. ¿Qué importancia le das a esta otra vertiente? Dicho de otra forma, ¿qué lugar ocupa para vos la cultura pop en tu educación sentimental?

Es mi enciclopedia británica. Todo está ahí, todo viene de ahí. Lo alto y lo bajo, lo dulce y lo amargo, lo bello y lo feo. En mi casa no había libros, pero había un televisor, y siempre estuvo la música. Y como soy autodidacta, mi educación sentimental fue eso: un caos. O como diría Discépolo, un cambalache, pero no en el sentido negativo que él le dio, si no todo lo contrario.  Por ejemplo, en los talleres, por alguna misteriosa razón, siempre terminamos hablando de Borges o de Isabel Sarli. La biblia junto al calefón.

 

Capítulo 2 (fragmento)

(…)

Papá mira el agua y se le iluminan los ojos. En la radio, la antigua canción sigue sonando como si alguien le hubiera puesto el automático al tocadiscos y la púa, una vez terminado el tema, volviera al comienzo incansablemente.

.        El mundo a veces puede ser perfecto, me digo. Nada falla y nada nos falta; pero me equivoco. Al parecer, la felicidad es un estado de perplejidad en ascenso. Algo, que hasta que no te rompe el corazón, no se detiene.

Digo esto, porque en ese momento se cruza frente a nosotros el heladero. Es un muchacho muy joven. Papá lo ve y lo llama con un silbido. El muchacho y su heladerita portátil se dan vuelta.  Al vernos, sale corriendo hacia nosotros.

Papá, mientras busca su billetera (y desde luego, no la encuentra) le pregunta qué gustos tiene. Los miro, a mi papá y al vendedor de helados. Entre los dos hacen una competencia de guiños y risas y sobreentendidos que me dejan mudo.  Desde luego, mi papá gana, pero el muchacho de los helados no se queda atrás.

−−Chocolate, vainilla, en tacita, en palito…

Papá me mira.

−−Elegí el que quieras.

−−Chocolate.

El muchacho abre su heladera, revuelve un poco el hielo seco y extrae del fondo una tacita reluciente. Papá sigue buscando su billetera. Lo miro. Sé que está a punto de hacerlo otra vez, como cuando mis hermanos y yo éramos chicos; pero no puedo con mi genio y lo interrumpo y saco el dinero para pagarle al muchacho.

El muchacho de los helados me mira; luego lo mira a mi papá. Al final se encoge de hombros y agarra el billete. Papá observa toda la escena un poco fastidiado, como si hubiera frustrado uno de sus mejores trucos, pero no dice nada. De un salto se pone de pie. Sacude la arena y empieza a estirar los brazos y las piernas. 

−−Basta de conversación −dice, y se larga ahí nomás a la carrera, y atraviesa a toda velocidad la distancia que lo separa del agua.

La arena está caliente, pero a él no le importa. Tiene 25 años y yo lo observo, desde mis 50, cómodamente instalado bajo la sombrilla.

Entonces veo su figura recortarse contra el río. Veo su espalda ancha, dorada. Como si de su cuerpo brotaran rayos. Rayitos de sol, pienso. Pero cuando el muchacho toca el agua con los pies, y al mismo tiempo lanza un grito, ya no tengo la menor duda y se me rompe el corazón. Es la felicidad, pienso, tiene que ser eso.

El muchacho, mientras tanto —ajeno a estos pensamientos— avanza sobre el agua, flexionando las piernas, los brazos en alto. Creo que si caminara, sin tanto aspaviento, tardaría lo mismo, pero no es lo mismo al parecer.

De pronto se detiene y se da vuelta para saludarme, o para llamarme, no sé bien. Levanto la mano y lo saludo. El muchacho se queda un rato así, agitando el brazo. Lo miro sin hacer nada. Lo miro, sólo eso. Al final, él se olvida de mí y vuelve a poner toda su atención en el agua. Luego empuja los brazos hacia adelante y se zambulle.

Es un segundo; el estallido gigante que hace el río al abrirse lo cubre por completo y, cuando quiero darme cuenta, el muchacho ya no está más. Queda, en su lugar, el cintilar de la luz. Un cofre de oro, un ataúd de oro, donde el muchacho se encierra y desaparece.  

Alarmado me pongo de pie, pero no veo nada. Ningún rastro del muchacho. Sólo el ir y venir de las olas, el ir y venir de las olas, con toda su indiferencia.

Se está haciendo el gracioso, pienso. Recuerdo que mi papá es así, que le gustan las bromas, y me enojo un poco. Pero lo que en verdad siento es temor. Un temor absurdo, que no me deja pensar. ¿Y si el muchacho se hubiera perdido para siempre en el fondo de ese mar, que en realidad es un río?

Cierro los ojos, para borrar esa idea de mi cabeza, y los vuelvo a abrir. En ese momento el muchacho rompe la tela del agua y aparece de nuevo en la superficie. El pelo, los ojos, los labios, chorreando agua.

Radiante, triunfal.

 

De Las estrellas celosas (Alción Editora, 2018).

 

Osvaldo Bossi nació en Buenos Aires en 1960. Es poeta y narrador. Publicó los siguientes libros: Tres (Bajo la luna,1997), Fiel a una sombra (Siesta, 2001; Viajero insomne, 2014), El muchacho de los helados y otros poemas (Bajo la luna, 2006), Ruego por el tornado. Tres (Sigamos enamoradas,2006), Del Coyote al correcaminos (Huesos de Jibia,2007; Editorial Folía 2010), Esto no puede seguir así (Letras Y Bibliotecas de Córdoba,2010), Casa de viento, antología personal (Nudista, 2011), Ni la noche ni el frío (Textos intrusos, 2012), Chicos malos y otros libros (Editorial Conejos, 2012), Como si yo fuera su novia (Editorial Mágicas naranjas, 2013), Adoro (Bajo la luna, 2009; Modesto Rimba, 2017), Yo soy aquel (Editorial Nudista, 2014) y A dónde vas con este frío (El ojo del mármol, 2016),  Los poemas de amor que el Coyote le escribió al Correcaminos (Mágicas naranjas, 2018). Forma parte de diversas antologías de poesía argentina y latinoamericana. A su cargo está la coordinación del ciclo de lecturas El rayo verde. En la web son conocidas sus intervenciones como Batman y El Avispón verde. Encargado de la formación en el área de escritura, coordina talleres de poesía y de narrativa en forma grupal e individual.