Como si nada hubiese cambiado

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me olvidé de contarle que me iba de viaje. Ya fui y volví. Mi abuela cree que no le dije para no preocuparla. Porque no se queda tranquila mientras estoy de viaje, piensa en si la estaré pasando bien, pone el noticiero para enterarse de si me tocaron días lindos. La llamo a su casa para contarle cómo me fue en Mar del Plata y adelantarle que le traje una caja de galletitas rellenas de limón. Prometo llevársela lo antes posible. En medio de la conversación, le tocan el timbre. Me pregunta si yo también escuché el timbrazo a través del teléfono, como si todo el oído que le quitan a ella me lo pasaran a mí —no estaría nada mal heredar su salud en lugar de la casa—. Es Genoveva, su vecina con la que acostumbra matear por la tarde. “Estoy hablando con Cristian, después la paso a buscar” dice mi abuela, le cierra la puerta en la nariz y me sigue dando charla como si acabara de espantar un mosquito, una cosa sin importancia.

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Antes, el que escuchaba radio sin parar era mi abuelo. Ahora, mi abuela parece haberse contagiado el mismo hábito; como si el aparato fuese en realidad una mascota que sobrevivió a su dueño y alguien tuviera que hacerse cargo de sus cuidados. Al igual que cualquier mascota, la hace sentir más acompañada. Yo le pregunto qué escucha. Ella me cuenta que prefiere los programas de periodistas, a los que pasan música. En el fondo no le importa de qué trate la conversación, sino que hablen hasta por los codos. Cada vez le cuesta más dormirse y que haya sonidos de voces en la otra punta de la almohada la tranquiliza. Una respiración que no sea la propia ni la única.

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Mis abuelos se conocieron en la INTA, que era una fábrica de hilados con los que después se hacían, en otra fábrica, los guardapolvos. Ella renunció al poco tiempo de haberse casado, aunque convirtió las tareas domésticas en su propia línea de montaje. Hace las veces de operaria y capataz, como los hijos únicos cuando nos ponemos a jugar a solas con muñecos. Sus electrodomésticos son como las rotativas de los diarios: máquinas muy costosas que siempre deben permanecer en funcionamiento.
Mi papá podía llamar cualquier mediodía para avisarle que venía a almorzar. Mi abuelo lo esperaba en la puerta de calle y, en cuanto veía asomar el coche, tocaba el portero eléctrico a modo de señal. Ni bien sonaba el timbre en el interior de la casa, mi abuela echaba los churrascos en la plancha que ya estaba a fuego lento. También se había encargado previamente de quitarles la grasa. La carne tardaba en cocinarse lo que mi papá en estacionar el auto, atravesar el pasillo del PH y colgar su campera en el respaldo de una silla. Entonces su madre lo saludaba con un beso, al mismo tiempo que le servía la comida caliente.
Estoy hablando de la época en que mi abuelo ya era jubilado y mi papá no cumplía más con horarios fijos, cuando el país lo había empujado a pegar una foto 4x4 en su título de la UTN y así transformarlo en licencia de remisero. Esas épocas jodidas terminaron para bien y para mal: mi abuelo pasó a mejor vida mientras que mi papá, a un mejor trabajo. No alcanza más a nadie con su auto, ni siquiera a nosotros. En cambio mi abuela sigue limpiando la casa como si nada hubiese cambiado.
Si se me diera por revisar entre las cosas de mi abuelo —a él le encantaba acumular objetos y papeles, mi abuela siempre lo peleaba por eso—, seguramente encontraría el llaverito que le entregaron sus compañeros el día que tuvo que dejar la fábrica. Era de plata, con la cabeza de un caballo en relieve. En el dorso grabaron su nombre y los años que trabajó. Aunque hace un tiempo largo que ese llavero está metido en un cajón —lo mismo que su dueño—, en este preciso momento puedo sentir las formas del caballo como si estuviera pasando mi dedo por la superficie. Mi abuela nunca va a recibir una medalla.

Cristian Godoy