Como si el piso te pellizcara los pies

Por Cristian Godoy

Hoy mi abuela cumple ochenta y seis. Está siempre igual, tal como la conocí. Nació vieja a cambio de no envejecer un solo día más. Incluso en las fotos anteriores a que yo existiera, ella es siempre la misma. Antes de ir juntos a visitarla, mis papás y yo le buscamos un regalo en el centro comercial de su barrio. Lugano. Una bandada volaba en círculos por encima de nuestras cabezas, en plena calle. Nunca había visto algo así. Un vecino dijo que eran golondrinas y que dormían en los árboles. Dijo también que en ese momento de la tarde solían alborotarse. A mí, sin embargo, no me transmitían alboroto ni locura sino un dominio absoluto de su oficio de ser pájaros. Volaban tan lento y tan cerca de nosotros que el cielo era una pantalla donde se proyectaba la película en cámara lenta. El sonido, en cambio, quedaba absorbido por los generadores eléctricos sobre la vereda. Hace días que los negocios están sin luz. Mi mamá dijo que esto de los pájaros era un mal augurio. Mi papá, que pensaba ganar un concurso con las fotos que sacaba desde su celular. Yo pensaba que, si pudiera contar las golondrinas, me gustaría que fuesen ochenta y seis. Apenas pisamos la casa de mi abuela, con los regalos en las manos, nos dimos cuenta de que había vuelto la luz: estaba encendida la lamparita del pasillo. El sonido ahora era el de las chicharras en la plaza de enfrente; otras que viven alborotadas, al menos en verano.

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 A falta de pelopincho, los días en que hacía un calor insoportable, mi abuela llenaba el piletón de su patio y me metía adentro. Era el piletón ancestral donde había lavado la ropa de su marido y de su hijo, cuando mi papá tenía la misma edad que yo y no existía el lavarropas. Las últimas veces, mi cuerpo sólo cabía si me transformaba en un insecto con las patas dobladas. Mi abuela partía unas nueces y soltaba las cáscaras en el agua, para que yo jugase como si fueran barquitos. Ella me enseñó antes que nadie la belleza de las metáforas. Los dedos se me arrugaban como se nos arrugan a todos: como cáscaras de nueces. 

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 La habitación vieja es la más húmeda de la casa. Como si mi abuela, ante la imposibilidad de hacer desaparecer la humedad por completo, al menos le hubiera jugado una mala pasada confinándola en ese único rincón. Ahí dormía yo cuando era chico y me quedaba a pasar la noche. La cama sigue estando y también la biblioteca y el escritorio plegable donde estudiaba mi papá. Y el armario con la ropa de mis abuelos. El piso es de parquet y algunas de las tablas se aflojaron con los años. Al tropezar con una de las que están sueltas, se siente como si el piso te pellizcara los pies. Parecen las piezas de un dominó sobre el tablero, que a simple vista simulan mantenerse unidas y, no obstante, alcanza con ponerles el dedo encima para poder separarlas.

Como muchas construcciones de otros tiempos, la habitación tiene el techo muy alto y la única ventana se ve inalcanzable. En los días soleados, la luz se vuelca en el interior como en declive, igual que un chico apenas vuelve de jugar en la plaza, que entra corriendo a los gritos y se desespera por contar lo que hizo, entonces, dibuja en el aire la forma del tobogán y dice que se tiró mil veces de allá arriba y que no tuvo miedo. Es el mismo sol que primero atraviesa la plaza de enfrente. Plaza Sudamérica. El cuarto apunta en esa dirección y se me ocurre que los rayos, segundos antes de meterse por la ventana, son tajeados por las copas de los árboles. Que los huecos entre las ramas son como las rendijas de una persiana semiabierta.

 

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